jueves, 17 de julio de 2014

Fortaleza de huesos

Fortaleza de huesos. (Por antu cabrera)

Mi  compañero respiró el frío y húmedo aire de la tumba, parecía fortalecerlo. Me quedé en la entrada entre la luz y la oscuridad, lo que me quedaba de cordura me imploraba que no entrase, pero esa voz era solo un susurro.
Sus pasos se perdían en la soledad ignota del viento, el sonido se escurría, danzaba, flotaba sobre una oscuridad sin límites. Se alternaba y extraviaba en los ecos retumbantes sobre la caída de gotas infinitas pertenecientes a estalagmitas milenarias. Sentía el calor que emanaba su cuerpo, su presencia me inquietaba, mis latidos se transfiguraban en sonidos perturbadores que se rendían en el palpitar salvaje de mi cuerpo. Lo seguía. Los huesos resaltaban su voraz presencia, se percataban de su imponente figura y se mantenían erguidos con rudeza. Los omóplatos casi desfiguraban su cuerpo, estaban interrumpidos por un denso trampolín de fibras nerviosas que denotaban una presencia fantasmal. Su alma estaba contraída en esa caja de huesos.
Mientras íbamos para abajo, hacia el interior de la cripta, empecé a observar un cambio en mi acompañante: parecía estar recobrando fuerzas. Apenas podía verlo en la oscuridad sepulcral, las huellas de mis pasos se perdían en el eco de la soledad. Pero mi compañero conocía el camino perfectamente. Observaba su espalda, sentía que su cuerpo se reanimaba a cada paso, con cada ignoto movimiento. Finalmente llegamos a una gran sala y fue entonces cuando me di cuenta de que me había equivocado, mi acompañante no había estado recuperando sus fuerzas; había estado perdiendo lo que le quedaba de ellas. Luego de un estrecho pasillo, sentí que el final del camino estaba cerca, tan cerca que podía rozarlo con las puntas de mis dedos. El hombre se movía con una velocidad demoniaca, en ningún momento frenó su marcha, jamás observó hacia atrás, solo caminaba bajo la débil luz de una antorcha de madera que permanecía perpetua, acuñada sobre su mano.
La bestia me llamaba, me imploraba ayuda. Sus gritos perforaban mi mente y suplicaban amparo, solo unos metros me separaban de ella. Los aullidos se fortalecían con cada paso que daba, sentía el fulgor de su cuerpo y su desenfrenada respiración. Unas maderas empedernidas solo me separaban de su presencia, la última pieza de cordura de mi mente  me suplicaba que no avance, pero se desintegró cuando di el primer paso hacia él. Los chillidos se volvieron claras palabras: ¡Mira lo que han hecho con migo, suéltame, ayúdame! Rápido, date prisa. Avanzaba forzosamente sobre pilastras de madera encendida. Mi acompañante ya no estaba con migo, sentía como su presencia se diluía. Me planté frente a su cuerpo. Tenía un brillante cristal sobre su cuello, sus chillidos me seducían y me movían fuera de mi voluntad. Vi como mis manos comenzaban a tirar del cristal. Sentí su poder, la maldad que emitía ese brillante elemento. Cuando lo tuve en mis manos, una presencia abismal tomó el control y el lugar comenzó a transformarse, las imágenes danzaban en una extensa gama de colores  y percaté como los tintes tomaban forma. La figura de un ángel se presentó ante mis ojos y me sujetó, luego me gritó lo siguiente:
¡Idiota, acabas de asegurar la perdición de este mundo, no puedes imaginar lo que has puesto en marcha! Ve al templo de la luz que está en Kurazt al este. Encontraras las puertas del infierno abiertas para ti, tendrás que tener el valor necesario para atravesarlas! Lleva la piedra a la fragua del infierno, allí tendrá que ser destruida. Ahora toma la piedra y corre! Corre!

Su presencia se alejó de mi vista,  presencié como era sujetado y forcejeaba con una repulsiva y huesuda figura que aumentaba sus fuerzas con cada movimiento. Que otra opción tenía, corrí. Las imágenes brincaban nauseabundas, pestilentes, el pasaje hacia el averno se desprendía de su letargo, sombras aturdían la realidad y bailoteaban sobre la gruta que se hacía más pequeña, se retorcía, forzaba, endoblaba, rizaba, curvaba y rizaba como un punto prisionero del firmamento. Una luz vacilaba, se movía para mantenerse distante, para perderse y volver  sombría y atolondrada.

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