La catástrofe
Es martes por la madrugada. El agudo sonido que provoca la
cafetera para avisar que el café está listo me despierta, disgustado. Sin
ánimos de levantarme, agarro mis anteojos, me apoyo en el respaldo de la cama y
me cruzo de brazos, como para hacer un berrinche. Miro el reloj: 7:30. El sol
ya se alza alto en el cielo, teniendo en cuenta que faltan unos pocos días para
que termine el verano. Busco mis pantalones, zapatos y camisa, me visto y salgo
de la habitación.
—Daniel,
está el desayuno!— me grita mi esposa Ariana. Todas las mañanas me prepara
mi café con medialunas, aunque yo no tenga mucho apetito.
Me
siento en la mesa, sin humor. Hecho una mirada a nuestra sala de estar, que
está pegada a nuestro comedor: dos sillones individuales, otro un poco más
grande, rodeando una pequeña mesa de cristal, contemplando el gran reloj de
madera, perteneciente a mi abuelo. Un simple comedor, con un gran ventanal que
ilumina todo el ambiente, está ocupado por una mesa y cuatro sillas, aunque
nosotros solo seamos tres. En eso aparece Eric, el primogénito de diecisiete
años, con cara dormida y pasos pesados. —Buenos días— dice con voz ronca. Mi esposa y yo le devolvemos el
saludo. Ariana me trae el desayuno en una bandeja, luciendo su gran vientre de
siete meses, esperando una niña para el mes de noviembre. Todavía no decidimos
el nombre, aunque no estoy muy entusiasmado con el asunto. Tengo casi cincuenta
años y no estoy muy seguro del rumbo que le estoy dando a mi vida.
Necesito
despejar mi mente, por lo que me levanto de la silla, me despido de mi familia,
agarro mi saco y valija y salgo del departamento. En el pasillo, llamo al
ascensor, bajo hasta la planta baja y abandono el edificio. Una mañana como
todas.
Me
dirijo a la estación del metro, solo queda a unas cuadras. Cuando llego, hay
tanta gente que no puedo ver si viene o no el transporte. Esto comienza a
fastidiarme completamente. Llega el metro, la gente se aglutina en las puertas,
y no puedo saber si hay más personas fuera o dentro del subterráneo. Adentro
del mismo no se puede ni respirar, hace mucho calor y el estar tocando con
todas las partes del cuerpo a otras personas es insoportable. Suerte que faltan
tres estaciones.
Desde
hace seis años trabajo como contador de un banco en un gran edificio. Con el
tiempo empecé a perder interés en mi oficio, pero como la paga es buena no
tengo otras excusas para no seguir adelante. Mi jefe es un presuntuoso, muestra
su dinero e impone esa superioridad de tipo rico sin una pizca de humanidad.
Con mis compañeros de trabajo casi nunca socialicé, bien que no me esfuerzo
mucho en eso; la mayoría están dementes.
Salir
del metro es la misma pesadilla que al entrar, esa ola descomunal de seres
vivos avanzando hacia unas pocas salidas, arrastrando todo lo que se cruce en su
camino, te hace querer quedarte en el metro durmiendo y que te lleve a donde
sea. Me entrevero en esa multitud andante, sin saber si voy a salir de allí, y
busco la salida más próxima.
Mientras camino por la calle, compro el periódico y me
dirijo a la entrada del edificio, que queda a cuatro calles de la estación del
subterráneo. Cuando llego al vestíbulo, lo contemplo: una inmensa edificación
de más de noventa y nueve pisos de alto, a simple vista más de trescientos
metros de altura. Toda su base exterior está sostenida por anchos pilares
brillantes, que se van ramificando con la altura. Miles de oficinas, más de
setenta ascensores y una vista impresionante de toda la ciudad.
Ingreso al establecimiento a eso de las 8:00, me dirijo
a uno de los ascensores y le indico al encargado del ascensor que voy al piso ochenta
y dos. Luego de unos cuatro minutos de subir y subir, llego a mi planta y me
dirijo a mi cubículo correspondiente. Es un pequeño espacio, en donde todo lo
que hay es un escritorio, una computadora sobre él y una silla de escritorio,
además de una impresora, papeles, lápices y demás.
Luego de concretar algunas llamadas, realizar unas
cuentas y levantarme a buscar café cada quince minutos llega el momento del
almuerzo, a eso de las 12:30. Ya estoy fastidiado, cansado y quiero salir un
rato al exterior. Sin nada que me lo impida, bajo los ochenta y dos pisos en
ascensor , salgo y me dirijo a un restaurant que está a dos calles. Allí como
pizza y vuelvo al trabajo.
No tengo ganas de trabajar, pero como solo me quedan
dos horas de trabajo voy a hacer un esfuerzo y terminar lo antes posible.
Cuando llego a mi escritorio veo a mi jefe, dejando una pila inmensa de hojas
en mi pupitre. Por dentro ya estoy maldiciéndolo.
—Daniel, hoy te toca un poco más de trabajo—dice mi jefe con un tono irritante—necesito que resuelvas este papeleo para mañana,
así que creo que te quedarás un rato más el día de hoy.
—Pero jefe, hoy es imposible
—invento algún pretexto— tengo que
ayudar a mi esposa con el embarazo y debo volver a mi casa para...
—Sin peros—me
interrumpe—hágalo. Lo veo mañana por la
mañana.
Pensando en las palabrotas que le diría y en cómo me
gustaría tirarlo por el último piso, me siento en mi silla y comienzo a
revolver y rellenar los papeles de muy mala gana. Con el tiempo, la gente se
empieza a ir, y voy quedando solo en la sala, en el piso, en el edificio.
Alrededor de las 19:00 termino el bendito papeleo,
guardo mis cosas y me voy de una vez de este abominable edificio. Ya está
oscureciendo y las luces de la ciudad ya están iluminándolo todo. Bajo en
ascensor, llego al primer piso y empujo la puerta giratoria para salir.
El viaje en metro fue rápido, con menos gente que a la
mañana. Camino por la calle desierta, hecho polvo. Estoy muy cansado y lo único
que quiero es llegar a mi casa, comer y no saber nada del mundo por unas horas.
Llego a mi departamento. Dejo mi maletín y mi ropa de
trabajo y me hecho en el sofá, exhausto. Ariana me recibe.
—Daniel, mira—me dice
tocando su vientre—está pateando.
—Ahora no amor, estoy agotado—le
digo con tono descortés—me preparas algo
para cenar? Muero de hambre.
—Sabes qué? Yo tampoco estoy de humor para hacer la cena—me dice disgustada mientras se levanta lentamente—voy a salir un rato, luego te veo.
Sin que yo pueda decir una palabra, Ariana busca su
abrigo y cartera y sale del departamento. Veo a Eric apoyado contra la pared,
con cara afligida después de haber escuchado la conversación.
—Haz lo que quieras, yo comeré algo y me iré a dormir—le digo mientras me encamino hacia la cocina para
ver si hay algo para cenar.
Estoy en la cama. Tengo la mente llena de pensamientos
y preocupaciones. Odio mi trabajo, estoy pasando un mal momento con mi familia
y ya no se qué hacer. Pienso en mi jefe: aquel desgraciado que disfruta del
sufrir de los demás, se regodea con los tipos de los altos rangos y su
egocentrismo es abrumador. Me quedo dormido en medio de la reflexión, sintiendo
un vacío en mi interior, sin poder dar las buenas noches a mi esposa.
Esta vez es la alarma la que me despierta. Miro a mi
lado y no veo a nadie, al parecer no durmió aquí esta noche. Me visto y salgo
de la habitación.
Rápidamente preparo mi desayuno y el de Eric, quien ya
se levantaba y me decía su cordial "Buenos días".
—Mamá no ha vuelto? —me
pregunta, preocupado.
—No, no durmió aquí esta noche,
no sé donde puede estar.
Dejo el desayuno en la mesa, como mi parte rápidamente,
me despido de Eric y salgo hacia el trabajo.
Al llegar a la entrada del colosal edificio a las 8:00
en punto, siento que algo anda mal. No sé qué, ni cómo, ni por qué, pero lo
siento en el aire. Entro al establecimiento, subo hasta mi piso y me ubico en
mi escritorio. Mi jefe me recibe con una sonrisa malévola, como si estuviera
tramando algo.
Luego de media hora de hacer cuentas y números, todo se
calla por un momento. Luego de ese preciso instante, el edificio entero recibe
un temblor. No solo un temblor, sino que siento que la estructura se tuerce
hacia un lado. Se empieza a correr un rumor. Yo lo primero que pienso es que
fue un terremoto o algo así.
Gritos. Los gritos provenientes de los pisos superiores
me paralizan. Suenan las alarmas de emergencia. Por un altavoz se escucha:
—¡Han estrellado un avión contra la torre!¡Todos a las
escaleras!
Luego de estas palabras, mi oído comienza a fallar. Lo
único que escucho es un pitido muy agudo. Todo lo demás lo escucho como si
estuviera adentro del agua. Por un momento me ausento del mundo, como si mi
mente estuviera en otro lado. Siento que alguien me empuja de atrás. Vuelvo a
la realidad.
Sin perder la calma, me dirijo hacia la escalera más
cercana y comienzo a bajar, sin escuchar los desaforados gritos y aullidos que
se escuchan por doquier. Al mirar hacia arriba en las escaleras, se puede ver
el cielo, y fuego, mucho fuego.
La confusión y el pánico se extendió por toda la
edificación. Luego de bajar unos pisos, apartado de la multitud, encuentro a mi
jefe, tirado en el piso, tomándose la pierna.
—¡Daniel! ¡Por favor, ayúdame!
—me grita desconsoladamente— me lastimé la pierna, no puedo caminar.
Una imagen viene a mi cabeza. Una imagen de mi jefe
cerrando la puerta del ascensor antes de que yo entrara, de él riéndose a mis
espaldas.
No hago caso a estos pensamientos. Lo tomo de un brazo,
lo ayudo a levantarse y, juntos, comenzamos a descender.
La multitud, enloquecida, corre por las escaleras.
Recordé la estación del metro. No era muy diferente a esto, solo que no había
un edificio incendiándose.
Cuando estamos por la mitad, se escucha otro temblor,
más alejado esta vez. No puedo descifrar cuál es su origen, por lo que no me
detengo y sigo mi carrera. Mis piernas comienzan a cansarse, el jefe es muy
pesado y estamos descendiendo lentamente.
En media hora recorrimos cuarenta y seis pisos.
El edificio comienza a sacudirse, amenazando con derrumbarse. Mi jefe me ordena
que lo deje, dice que no hay esperanza para ambos. No hago caso y sigo
descendiendo. Finalmente se escucha un gran estruendo, proveniente de los pisos
más altos. Al edificio le faltan minutos para desplomarse. Logramos salir del
establecimiento.
Al mirar hacia
arriba veo una gran bola de fuego, rodeada de una enorme nube de humo. La otra
torre igual, humeando como si fuese una chimenea. Desde las ventanas la gente
grita y algunas se lanzan al vacío. Parece una horrorosa pesadilla.
Pero al salir no se terminó nuestra huída. El edificio
puede venirse abajo en cualquier momento, y sepultarnos con él.
Luego de correr con mi jefe en brazos unas cinco
calles, se escucha un estruendo. La parte superior de la torre en la que hacía
una hora estaba trabajando, ahora caía en picada hacia la avenida, sumiendo a
los edificios cercanos bajo sus escombros.
Decidí no ver más esa escena. Entendí que esto era una
señal para mí. Que debo estar con las personas que quiero y me quieren, sin
importar lo que me pase a mí, personalmente. En ese momento, dejo a mi jefe en
manos de unos médicos que bajaban de una ambulancia, para comenzar a correr.
Esta vez no voy a tomar el metro, voy a llegar a mi hogar y abrazar a mi
familia.
Ramiro: en tu predomina el decir sobre el narrar, no hay suspenso ni tensión y las acciones se tornan previsibles y no logran conmover. El narrador habla sobre lo que sucedió o sucede pero no hacen que los hechos sucedan. Además, se extiende en detalles innecesarios u otros que no se entienden qué función cumplen dentro de la historia. Por ejemplo, ¿por qué la desaparición de la mujer?; ¿qué necesidad de reconstruir un día completo de oficina?
ResponderEliminar¿Cómo interviene tu imaginación en la elaboración de esta historia? ¿Cuál es la transformación de la realidad que te propusiste al escribirla? ¿Cómo involucrás al lector y qué esperás provocar con tu relato? Aún no te decidís a escribir con pretensiones literarias, trabajo que sigue pendiente y debés intentar antes de que finalice el año.
Rever uso de preposiciones.
Nota: 6