“¡Ha ganado el franquismo!”
“¡Viva el general Franco!” “¡Viva, viva!”, se oía gritar desde la calle.
Yo estaba durmiendo cuando
mi mamá vino llorando de alegría a darnos la noticia. Mi papá esa noche no se
movió de su sillón.
“Levántate Gregorio, ¡que
ha ganado el franquismo! Debemos ir a festejar a la plaza”, le insistía mi mamá
sin recibir ninguna respuesta.
Luego de muchas quejas él le contestó: “Tranquila
Aurora, primero voy a salir a dar un paseo”.
Esa noche no lo vimos
volver, no hasta que fuimos a la plaza
del pueblo la mañana siguiente.
Meses antes de aquella noche, España estaba atravesando una violenta y triste guerra civil entre el ejército del general Francisco Franco y el gobierno democrático, por lo cual durante el último año de guerra era conveniente decir ser “anticomunista” e ir todos los domingos a misa si no querías ser escupido por tus propios vecinos. Fuera de eso, yo pude vivir mi niñez sin malas experiencias pero ya de grande me di cuenta de que no todo era tan armonioso y equilibrado como parecía, había muchas cosas de las que yo no me enteraba debido a que tenía solo ocho años y que mi madre siempre me preparaba el terreno para satisfacerme, aislándome de la realidad del momento.
Mi papá y yo fuimos muy unidos, él me enseñó todo lo que hoy en día sé y los valores más preciados que un hijo puede recibir de un padre; él era el único zapatero del barrio por lo cual siempre estaba trabajando, pero en sus tiempos libres disfrutaba de tocar el acordeón en una banda que siempre era la anfitriona en los carnavales del pueblo. Su música era tan buena que generaba que hasta la anciana más gorda y gruñona se levantara a bailar agitando cada extremidad de su cuerpo.
A mí me encantaba ir a la escuela y más todavía sentarme al lado de Carmela, mi novia de la infancia, a la que le había prometido casarnos de grandes y vivir en la selva; pero claro, eso no sucedió sino estaría escribiendo esta historia desde las selvas Amazonicas.
A mi mamá no le gustaba que me juntara con ella, siempre hablaba mal de sus padres con las otras vecinas de la calle.
Después de la desaparición de Carmela y su familia, salí corriendo a buscarla para comprobar si era verdad. Estaba convencido de que era mentira a tal punto de que había llevado mi saco de canicas en el bolsillo para jugar juntos como todas las tardes. La desilusión fue muy grande pero cuando uno es chico, las cosas se olvidan fácilmente, o se emparchan momentáneamente.
Aquella noche de 1939 en el pequeño pueblo de Orihuela, una muchedumbre se juntó en el centro de la plaza.
Allí, donde se amontonaban mis vecinos, se encontraba la entrada del cuartel del ejército franquista. Mi padre para aquel momento todavía no aparecía en casa, pero a mi mamá no le importó y nos llevó igual a mí y a mi hermano a darles apoyo a los franquistas y a repudiar a los opositores del gobierno vencedor, que habían sido secuestrados previamente aquella noche. La gente de Orihuela comenzó a abrirse para darle paso a una fila de gente que salía del cuartel, entre ellos había gente conocida, cómo mi profesor de biología o el tío de Carmela, quienes tenían las manos encadenadas y se dirigían a un camión estacionado que los esperaba para luego llevarlos a la cárcel de Sevilla donde iban a ser condenados a muerte.
Mi madre se unió a los insultos del resto de los vecinos gritando “¡ateos sinvergüenzas!” “¡anarquistas!” “¡comunistas asesinos!”, totalmente fuera de sí, nos incitó a mí y a mi hermano a que agarráramos piedras y se las tiremos, me resistí al principio pero terminé por hacerle caso.
Al rato, salieron de aquel portón dos de los músicos de la banda de mi padre, después salió el saxofonista, luego el cantante y atrás de todos ellos, pude reconocer aquellos zapatos bien lustrados que siempre usaba mi papá.
Pude ver como su silueta salió completamente a la luz, provocando la fuerte caída al suelo de mi mamá y el agudo llanto de mi hermano al que nunca había visto llorar. A los pocos instantes de su salida, nos dedicó una mirada llena de impotencia de no poder salir corriendo a abrazarnos por última vez, de tocar una vez más el acordeón, o de poder reírse a carcajadas. Las piedras arrojadas hacia él lo reprimían, aplastando todo sueño y proyecto, toda idea o todo sentimiento que pudo haber tenido, convirtiendo a su entorno en una gran sombra oscura.
Hasta el día de hoy se me hace imposible perdonarlo por no habernos dicho nada, más allá de que tenga los mejores recuerdos de él y de su enseñanza.
El empujón que recibió mi padre por parte de uno de los militares fue lo que cortó esa secuencia lenta que estaba atravesando y me hizo reaccionar para salir corriendo y perseguir la camioneta que se alejaba. No pude seguir corriendo más porque un militar me paró de golpe provocando que me caiga de rodillas en el medio de la calle.
Desde aquél día no solo me sentí huérfano de mi padre, sino que me sentí huérfano de mi República.
Heredé la lucha de mi padre y me la cargué al hombro.
Meses antes de aquella noche, España estaba atravesando una violenta y triste guerra civil entre el ejército del general Francisco Franco y el gobierno democrático, por lo cual durante el último año de guerra era conveniente decir ser “anticomunista” e ir todos los domingos a misa si no querías ser escupido por tus propios vecinos. Fuera de eso, yo pude vivir mi niñez sin malas experiencias pero ya de grande me di cuenta de que no todo era tan armonioso y equilibrado como parecía, había muchas cosas de las que yo no me enteraba debido a que tenía solo ocho años y que mi madre siempre me preparaba el terreno para satisfacerme, aislándome de la realidad del momento.
Mi papá y yo fuimos muy unidos, él me enseñó todo lo que hoy en día sé y los valores más preciados que un hijo puede recibir de un padre; él era el único zapatero del barrio por lo cual siempre estaba trabajando, pero en sus tiempos libres disfrutaba de tocar el acordeón en una banda que siempre era la anfitriona en los carnavales del pueblo. Su música era tan buena que generaba que hasta la anciana más gorda y gruñona se levantara a bailar agitando cada extremidad de su cuerpo.
A mí me encantaba ir a la escuela y más todavía sentarme al lado de Carmela, mi novia de la infancia, a la que le había prometido casarnos de grandes y vivir en la selva; pero claro, eso no sucedió sino estaría escribiendo esta historia desde las selvas Amazonicas.
A mi mamá no le gustaba que me juntara con ella, siempre hablaba mal de sus padres con las otras vecinas de la calle.
Después de la desaparición de Carmela y su familia, salí corriendo a buscarla para comprobar si era verdad. Estaba convencido de que era mentira a tal punto de que había llevado mi saco de canicas en el bolsillo para jugar juntos como todas las tardes. La desilusión fue muy grande pero cuando uno es chico, las cosas se olvidan fácilmente, o se emparchan momentáneamente.
Aquella noche de 1939 en el pequeño pueblo de Orihuela, una muchedumbre se juntó en el centro de la plaza.
Allí, donde se amontonaban mis vecinos, se encontraba la entrada del cuartel del ejército franquista. Mi padre para aquel momento todavía no aparecía en casa, pero a mi mamá no le importó y nos llevó igual a mí y a mi hermano a darles apoyo a los franquistas y a repudiar a los opositores del gobierno vencedor, que habían sido secuestrados previamente aquella noche. La gente de Orihuela comenzó a abrirse para darle paso a una fila de gente que salía del cuartel, entre ellos había gente conocida, cómo mi profesor de biología o el tío de Carmela, quienes tenían las manos encadenadas y se dirigían a un camión estacionado que los esperaba para luego llevarlos a la cárcel de Sevilla donde iban a ser condenados a muerte.
Mi madre se unió a los insultos del resto de los vecinos gritando “¡ateos sinvergüenzas!” “¡anarquistas!” “¡comunistas asesinos!”, totalmente fuera de sí, nos incitó a mí y a mi hermano a que agarráramos piedras y se las tiremos, me resistí al principio pero terminé por hacerle caso.
Al rato, salieron de aquel portón dos de los músicos de la banda de mi padre, después salió el saxofonista, luego el cantante y atrás de todos ellos, pude reconocer aquellos zapatos bien lustrados que siempre usaba mi papá.
Pude ver como su silueta salió completamente a la luz, provocando la fuerte caída al suelo de mi mamá y el agudo llanto de mi hermano al que nunca había visto llorar. A los pocos instantes de su salida, nos dedicó una mirada llena de impotencia de no poder salir corriendo a abrazarnos por última vez, de tocar una vez más el acordeón, o de poder reírse a carcajadas. Las piedras arrojadas hacia él lo reprimían, aplastando todo sueño y proyecto, toda idea o todo sentimiento que pudo haber tenido, convirtiendo a su entorno en una gran sombra oscura.
Hasta el día de hoy se me hace imposible perdonarlo por no habernos dicho nada, más allá de que tenga los mejores recuerdos de él y de su enseñanza.
El empujón que recibió mi padre por parte de uno de los militares fue lo que cortó esa secuencia lenta que estaba atravesando y me hizo reaccionar para salir corriendo y perseguir la camioneta que se alejaba. No pude seguir corriendo más porque un militar me paró de golpe provocando que me caiga de rodillas en el medio de la calle.
Desde aquél día no solo me sentí huérfano de mi padre, sino que me sentí huérfano de mi República.
Heredé la lucha de mi padre y me la cargué al hombro.
Juliana Gianechini
*A Miguel Hernández y a Josefina Manresa.
Juliana: leí tu texto conmovida por tu elección y con sorpresa por encontrarme con la dedicatoria a uno de mis amores literarios.
ResponderEliminarEscribís un buen relato, que podría ser excelente si tenés tiempo y ganas de volver sobre él, ya que habría que elaborar un poco más el tono de voz del narrador y el modo en que se encadenan los hechos: el recuerdo doloroso que narra este hijo pide una percepción en la que se explique menos y se cuenten los hechos desgarradores, como el lapidamiento del padre. Además, no resulta creíble que la familia ignore tan rotundamente su compromiso político; ayudarían algunos indicios de su comportamiento anterior o alguna justificación que encuentre el hijo con el paso de los años.
Buen trabajo.
Nota: 7