Hojas lisas
Llevaba conmigo mis pocas pertenencias, algún que otro recuerdo de mi niñez, los libros que tanto amaba mi abuela pero que con dificultad leía y un cuaderno con millones de hojas lisas. En mis trece años de vida lo único que amaba era dibujar, el escape perfecto que me transmitía paz y tranquilidad, como los ojos de mamá, que no importa el lugar en el que estaba, si la miraba a los ojos me sentía en casa.
El tren fue frenando, y eso nos dio indicios de que estábamos llegando a la estación. El sol ya se mostraba por el horizonte y una sensación de angustia invadió mi cuerpo. Entre tantos murmullos y movimientos giré la cabeza, y ahí estaban recién despiertos, redondos y brillantes con tonalidades verdes y diminutas salpicaduras marrones, mirándome desde el otro asiento compartido. Otra vez el alivio reino en mi cuerpo, levanté mi pequeña valija y junto con la multitud salimos del tren.
Afuera era un caos, eran innumerables las personas que habían. Algunos solos, otros con familiares, pero la principal preocupación de todos al llegar era conseguir una habitación para hospedarse. Por suerte Lisa, así se llamaba mi madre, tenía un viejo amigo que nos consiguió un cómodo lugar. Julio se había instalado hace un año en la ciudad. Las pocas cosas que me acuerdo de el eran las quemaduras que el sol había dejado tatuada en su piel después de largos períodos de trabajo en el campo. No tardó en aparecer cuando bajamos del tren y nos saludó con alegría. Intercambio unas palabras con mi madre y rápidamente nos dirigimos a la casa. No sabría explicar mi confusión cuando llegamos, no era un hotel, sino una casa en la que vivían varias personas, demasiadas. Nuestra habitación era compartida, junto con una mujer y su hijo Louis. Ese mismo día dormí profundamente a causa del cansancio, cerré los ojos poco a poco y soñé.
Hacía frío, el leve calor del sol que entraba por la ventana me hacía sentir una calidez por mi cuerpo que igual era insuficiente. Los ojos verdes me miraban desde el otro lado de la habitación. Ambas madres se estaban alistando para su primer día de trabajo. El beso fugaz de despedida dejo un silencio seco. El niño junto a mi todavía dormía plácidamente. Saque el cuaderno de hojas lisas y me deje llevar por el tiempo.
El hambre despertó a Louis. Nos saludamos tímidamente y salimos despegados en busca de alimento. El pinchazo constante que me oprimía me hacía un fuerte dolor de estómago. Por suerte habíamos encontrado una bolsa con panes rancios afuera que, sin dudar, llevamos a nuestras bocas rápidamente. Volvimos a nuestra habitación y, a pesar del frío que se concentraba, logré acomodarme en un rincón de la cama. Capté pocos tramos de la anécdota que me contaba Louis, y el sueño me invadió otra vez.
Los mismos ojos que alguna vez me llenaron de paz estaban ahora ahogados de tristeza. No tardé en darme cuenta la cantidad de horas que había trabajo y que lamentablemente tenía que comenzar yo al día siguiente. Los gastos eran enormes y yo acepté ante la propuesta. Louis también.
Esa semana fue la mas agotadora de mi vida. El turno duraba entre doce y catorce horas. El calor del fuego y del vapor dejaba en carne viva las quemaduras que alguna vez tuvo Julio. Muchos niños no resistieron a causa del hambre y caían devastados, y sin pausa seguíamos trabajando, esperando que esos niños se evaporaran como todo a nuestro alrededor. Poco a poco se fue convirtiendo en una cárcel, en la que solo encontraba refugio en mis dibujos durante las horas de descanso.
Me desperté con un fuerte estallido que provenía de la fábrica. Louis, junto con los demás niños, y yo estábamos descansando en la construcción siguiente a ella, en la que mi madre, mientras, trabajaba. Lo único que recuerdo de esa tarde fue ver la fábrica en llamas. Como hombres y mujeres corrían bañados en polvo oscuro. Entre ellos estaba Julio, que llorando se acercó hacia mi. Supongo que buscando alguna forma para decirme la triste noticia, que fue desapareciendo mientras corría y corría, para dejar a este mundo detrás.
El frío congeló mi cuerpo otra vez, tenía hambre y esa insistente punzada en el estómago me impulsó a robar en una panadería algunos trozos de comida. Acto seguido, tropecé con un escalón mientras huía y al levantarme, un hombre de uniforme azulado ya estaba allí. Me llevó a un cuartel y preguntó por mis padres, sollozando le dije que no tenía. Una mujer en la otra esquina de la habitación dijo que me llevaría con ella. Los policías, cansados, aceptaron y por mi parte no me resistí, sinceramente no sentía nada.
No tenía hijos y trató de llenar ese vacío con mi presencia. Me preguntó que me gustaba hacer y le respondí que dibujar. Cuando llegamos a su casa me dirigió a lo que sería mi futura habitación, no tuve tiempo de registrar como era, simplemente caí desmayado en la cama.
Nuevos rayos de sol atravesaron la ventana e iluminaron el atril que estaba junto a mi. Me acomodé en una silla, agarré la suave mina que estaba en el borde e hice lo que mas me gusta hacer. Finalmente, los ojos de tonalidades verdes y diminutas salpicaduras marrones trajeron paz y tranquilidad otra vez -"No hay nada mejor que casa"-.
- Sofía Monello.
Sofía: elaborás un buen relato que cuenta una historia clara y con pasajes conmovedores. Podría ser excelente con un poco más de trabajo, ya que ganaría en expresividad si revés ciertos errores en la expresión ( construcción de algunas oraciones, uso de tiempos verbales) y si ubicaras espacialmente los hechos. También, algunos indicios de la época, pues sólo niños trabajando en una fábrica o taller no alcanza.
ResponderEliminarNo resulta creíble que una mujer, que casualmente está en la comisaría, se la lleve como si fuera un cachorro para adoptar. ¿Necesitabas el final reparador? Una casa rica, cuarto propio, atril para sus hojas...
Buen trabajo.
Nota: 7