Prisionero del Crepúsculo
Nunca más volveré a ese mundo verde de cálidos matices;
desvié una última mirada y pronuncié una frase al viento: “Desnudos y solos
caemos en el exilio”. Luego no di vuelta atrás. Caminaba sin rumbo fijo,
atravesando inhóspitas tierras. Ahora soy un extranjero, el enemigo, pensé.
Permanecía simplemente allí, sobre la tortuosa arena, tan eterna como el mismo
mar, proyectaba una escuálida sombra y el sol se retiraba lentamente hacia el
este. Tenía la vista petrificada en el horizonte. Mi fe era lo último que me
quedaba, había perdido todo. Llevaba unos andrajos moribundos como prendas,
unas calzas desteñidas sobre mis muslos y un hijab cubriendo la parte anterior
de mis hombros. Tenía unas botas gastadas que acompañaban a un cuero deshilachado.
En la frente portaba el símbolo de mi fe, un turbante gastado.
Cuando
germinó el crepúsculo, logré ver en la cercanía del horizonte una pequeña
cabaña, la madera gastaba indicaba que la estructura permanecía allí por un
tiempo indefinido. Tomé valor y me acerqué rápidamente, golpeé la puerta de una
manera sutil, al ver que nadie respondía, comencé a golpearla con brutalidad,
hasta que logré abrirla. Su contenido me desilusionó, solo era una casa vacía
con una antigua chimenea a carbón, con el interior sumamente deteriorado. Era
un ambiente seguro para pasar la dura y oscura noche que se había erguido
frente al crepúsculo.
La luz del alba penetró por el vidrio, ya era
de día, ajusté mi gastado turbante, recogí las pocas pertenencias que poseía y
abandone esas tétricas paredes. El sol ardía mortíferamente, el calor era
insoportable, cada paso que avanzaba significaba lucha y esfuerzo pero mi
caminar era rápido y mi cuerpo estaba decidido a continuar. Divisé un movimiento
en la lejanía, mi visión era borrosa y estaba llena de puntos ciegos que
desaparecían para luego volver a aparecer. Las imágenes se esfumaban y volvían,
se acercaban para alejarse. Corrían, danzaban, flotaban en una gama inmensa de
colores que se alternaban para luego fugarse de mi presencia y brotar a
distancias ilógicas. En un fugaz parpadeo los puntos comenzaron a moverse con
una velocidad inimaginable. Primero avanzaron hacia la derecha para luego
cambiar de rumbo hacia la izquierda, se alternaron, se frenaron y continuaron
su marcha como dos tuercas prisioneras de un circuito binario. Corrí la mirada,
al regresar la cabeza observé que ahora la distancia era mucho mayor, casi
eterna. Me propuse continuar la marcha. Había recorrido unos pocos metros, cuando
un ruido me llamó la atención. Giré la cabeza y presencié atolondrado como los
puntos habían tomado forma, primero formas inentendibles, luego definidas
figuras humanas y animales. Comenzaron a moverse con una gran velocidad, se
pararon justo enfrente de mí a una distancia imprecisa. Sentía el calor que emanaban sus cuerpos y el ritmo de
sus respiraciones. Aceleré el paso para luego comenzar a correr
desaforadamente, pero no me alejaba de ellos, simplemente me acercaba más y
más. El ruido se transfiguró en una voz dura y seca que pronunció lo siguiente:
“En nombre de la virgen, detente, maldito hereje”. Mi vista se petrificó en el
que dijo la frase, poseía un vestido harapiento sobre un jubón de un intenso
gris. En el rostro cargaba una barba muy
avanzada y todo tipo de telas sobre su cabello. Su voz irrumpió de nuevo para
decir lo siguiente:
-Mi nombre es José, soy el jefe de esta caravana–
pronunció en un tono pasivo y tranquilo.
-Me llamó Masshad- le repliqué, pensando que era
prisionero de un sueño estigio.
-Recorremos El desierto de las Tabernas para buscar y
exterminar a los heréticos, sucios y blasfemos que insultan a la virgen y su
luz. Luego hizo una pausa y terminó la oración:- Esta tierra volvió a nuestras
manos y tu raza no es bienvenida aquí.
-Eres un gusano, cabrón y heterodoxo que va construyendo
su propia cárcel y sepultura- Pronuncio José con una seriedad extrema. Luego
aspiró a lanzar una risa, pero se mantuvo callado.
Observé como sus compañeros se acercaban desenvainando
filosas espadas que reflejaban la luz sofocante del sol. Mi mente se puso
totalmente en blanco, el pánico dominó mi cuerpo; intenté moverme pero las
articulaciones no me respondieron. Luego un golpe seco lanzó mi cuerpo contra
la arena. Cerré los ojos y empecé a sollozar, mis labios comenzaron a
pronunciar el último sura del Corán: “En nombre de dios, el compasivo,
misericordioso”. Las palabras se perdieron en las carcajadas iracundas de los
caravaneros que permanecían casi sobre mí, cubriéndome con su sombra. Luego
perdí la conciencia.
Cuando desperté
me encontraba amordazado en un gran patio a cielo abierto decorado con
estructuras milenarias estampadas sobre lujosas ágatas de todos colores. Junto
a mi había enormes jaulas que poseían un tazón con agua junto con los restos de
un pútrido guiso de pescado, cubierto de moscas. En la periferia se hallaba una
inmensa arboleda con una gran cantidad de ceibos, copihues, bayahibes y todo
tipo de rosas, en las cuales revoloteaban pájaros de una extensa gama de colores.
El olor que vagaba por el aire era insoportable. De la parte anterior del
jardín provenían ruidos, pero no podía decodificar su significado. En ese
instante observé como un hombre con un
bonete de infante y un pellote naranja oscuro, se acercaba para luego tomarme
de los brazos y levantarme. Este me arrastró hacia una habitación en el final
del patio, en ella se encontraban personas vestidas con jubones de muchos
colores decorados con ostentosas joyas. En la pared posterior había una enorme
cruz de estaño sobre un velamen teñido de rojo
y amarillo. Presencié como una mujer se levantaba y gritaba: ofrezco
cien por el hereje. Las otras personas se retiraron del lugar y quede solo con
la señora, que comenzó a examinarme, cuando finalizó soltó un gruñido para
después retirarse. El hombre me volvió a llevar al patio para luego distanciarse,
quedé solo mirando hacia un azul cielo. Cuando se desplomó el violáceo telón
del ocaso, sentí escalofríos y comencé a recitar el primer sura del Corán: “A
ti solo servimos y a ti solo imploramos ayuda, dirígenos por la vía recta, la
vía de los que tú has agradecido, no de los que han incurrido en la ira ni de
los extraviados”. Las palabras se diluyeron y un profundo sueño se hizo fervor
en mí, luego me dormí bajo el flujo inmortal de la luna y su luz que permanecían
estáticas frente a un cielo cuajado de estrellas.
Al abrir los ojos esa señora estaba adyacente a mi
cuerpo, con una mirada de desprecio que luego se transfiguró en una tenaz
sonrisa. La dama tenía un cuerpo liso y un escote que le llegaba a la cintura,
tapado por un cos que estaba junto a una trena para unir los bordes del tejido, los pliegues eran gruesos lo que
acompañaba perfectamente a su faldilla roja, forrada por una tela azul en la
parte inferior. Luego las mangas de la saya se abrían longitudinalmente; su
camisa formaba bullones, muy brillantes, casi cegadores. Esta le gritaba a un
hombre que ingresaba al patio, este individuo se acercó, lanzó una mirada de
rencor, pronunció unas palabras y se alejó. En el siguiente instante llegó el
hombre del pellote naranja, tomó mis brazos, comenzó a arrastrarme. Cuando
abandoné el impluvio, observé a un inmenso coche de estribos conectado con dos
fervientes caballos. El hombre me levantó arrojándome al interior del carro,
luego ascendió para empezar a conducir, palmeó a un caballo, el plaustro empezó
a moverse.
El freno de los equinos me indicó que el coche había parado,
divisé por una minúscula ventana como la dama dialogaba con el conductor, este
último la saludó cordialmente y se retiró. El otro individuo, se acercó hacia
la puerta para luego abrirla de un topetazo, me tomó con brutalidad
desplazándome hacia fuera del transporte. Caí al suelo, empecé a suplicarle
piedad, las lágrimas brotaban de mis ojos, casi instintivamente comencé a
recitar el primer sura, este reconoció al instante la lengua musulmana y exclamó:
En nombre de Felipe el piadoso, deja de profanar a la sabia luz con tu perjura
lengua. Sus ojos comenzaron a desorbitarse, se enloqueció de una manera
vesania, sentí como perdía el control. Liberó un chirrido violento para luego
comenzar a golpearme, junto a él la mujer gritaba neurótica palabras
inentendibles que se perdían en el flujo del viento. Logré esquivar un
puñetazo, el hombre perdió el equilibrio, entonces casi sin pensarlo me lancé a
correr. Andaba frenético sobre una ancha avenida de barro, recubierta en sus
extremos por casas de piedra ostionera. Mi carrera alteró a las personas que
por allí transitaban, se quedaron estáticos frente al ruido de mis pasos. Los
chirridos de la mujer se unían con los violentos gritos del hombre. Me caí y el
éxodo frenético de mis pies se interrumpió. Quedé tendido sobre el áspero suelo.
Comencé a escuchar el ruido de las ruedas al frenar, el relincho de los
caballos, las aclamaciones de las personas que se acercaban.
Cuando recuperé la conciencia, un dolor agudo perforó mis
sentidos, tenía las manos clavadas a una madera, mis pies estaban extendidos en
una posición inhumana. Los tornillos que sujetaban mis manos habían hecho
estragos en la carne, la sangre brotaba de una forma feroz. Mi torso estaba
desnudo, las costillas resaltaban su presencia. Divisé a la pareja apuntándome
una mirada voraz, gritando frases inentendibles que se perdían en el ruido de
aquel lugar. De repente se produjo un silencio sepulcral que acompañó a la
llegada de un hombre joven con una antorcha encendida en su mano. Este se me
acercó y pronunció: Espero que te pudras el averno, hereje de sangre impura.
Luego me lanzó una mirada de desprecio y comenzó a encender la madera.
El humo se
propagaba rápidamente, el fuego ascendía hacia los talones de mis pies, el
calor me sofocaba. En ese instante el tiempo se detuvo, alcé la vista hacia el
cielo. Allá en lo alto se representaba una obra de teatro. Surgieron y cayeron
mundos ante mis ojos. Se construyeron imperios sobre resplandecientes arenas
donde maquinarias eternas se afanaban en abstractos frenesíes electrónicos. Los
imperios decayeron, se hundieron y
volvieron a alzarse. Ruedas que habían girado como un líquido silencioso
disminuyeron su velocidad, comenzaron a rechinar, se pararon. La arena obstruyó
las alcantarillas de acero de unas calles concéntricas bajo oscuros firmamentos cuajados de estrellas, como lechos de frías gemas. Y a
través de todo soplaba un moribundo viento de cambio impregnado de todos los
rostros olvidados.
Por Antu cabrera
Antu: hacés un excelente trabajo de recuperación de la época a través de la selección de vocabulario. Esto le imprime, además de verosimilitud, un grado de extrañamiento interesante al relato.
ResponderEliminarRever párrafos, introducción del discurso directo y la construcción de algunas oraciones.
Disfruté mucho la lectura.
Nota: 9