viernes, 4 de julio de 2014

Prisionero del Crepúsculo

                   Prisionero del Crepúsculo

Nunca más volveré a ese mundo verde de cálidos matices; desvié una última mirada y pronuncié una frase al viento: “Desnudos y solos caemos en el exilio”. Luego no di vuelta atrás. Caminaba sin rumbo fijo, atravesando inhóspitas tierras. Ahora soy un extranjero, el enemigo, pensé. Permanecía simplemente allí, sobre la tortuosa arena, tan eterna como el mismo mar, proyectaba una escuálida sombra y el sol se retiraba lentamente hacia el este. Tenía la vista petrificada en el horizonte. Mi fe era lo último que me quedaba, había perdido todo. Llevaba unos andrajos moribundos como prendas, unas calzas desteñidas sobre mis muslos y un hijab cubriendo la parte anterior de mis hombros. Tenía unas botas gastadas que acompañaban a un cuero deshilachado. En la frente portaba el símbolo de mi fe, un turbante gastado.
        
        Cuando germinó el crepúsculo, logré ver en la cercanía del horizonte una pequeña cabaña, la madera gastaba indicaba que la estructura permanecía allí por un tiempo indefinido. Tomé valor y me acerqué rápidamente, golpeé la puerta de una manera sutil, al ver que nadie respondía, comencé a golpearla con brutalidad, hasta que logré abrirla. Su contenido me desilusionó, solo era una casa vacía con una antigua chimenea a carbón, con el interior sumamente deteriorado. Era un ambiente seguro para pasar la dura y oscura noche que se había erguido frente al crepúsculo.

         La luz del alba penetró por el vidrio, ya era de día, ajusté mi gastado turbante, recogí las pocas pertenencias que poseía y abandone esas tétricas paredes. El sol ardía mortíferamente, el calor era insoportable, cada paso que avanzaba significaba lucha y esfuerzo pero mi caminar era rápido y mi cuerpo estaba decidido a continuar. Divisé un movimiento en la lejanía, mi visión era borrosa y estaba llena de puntos ciegos que desaparecían para luego volver a aparecer. Las imágenes se esfumaban y volvían, se acercaban para alejarse. Corrían, danzaban, flotaban en una gama inmensa de colores que se alternaban para luego fugarse de mi presencia y brotar a distancias ilógicas. En un fugaz parpadeo los puntos comenzaron a moverse con una velocidad inimaginable. Primero avanzaron hacia la derecha para luego cambiar de rumbo hacia la izquierda, se alternaron, se frenaron y continuaron su marcha como dos tuercas prisioneras de un circuito binario. Corrí la mirada, al regresar la cabeza observé que ahora la distancia era mucho mayor, casi eterna. Me propuse continuar la marcha. Había recorrido unos pocos metros, cuando un ruido me llamó la atención. Giré la cabeza y presencié atolondrado como los puntos habían tomado forma, primero formas inentendibles, luego definidas figuras humanas y animales. Comenzaron a moverse con una gran velocidad, se pararon justo enfrente de mí a una distancia imprecisa. Sentía el calor que emanaban sus cuerpos y el ritmo de sus respiraciones. Aceleré el paso para luego comenzar a correr desaforadamente, pero no me alejaba de ellos, simplemente me acercaba más y más. El ruido se transfiguró en una voz dura y seca que pronunció lo siguiente: “En nombre de la virgen, detente, maldito hereje”. Mi vista se petrificó en el que dijo la frase, poseía un vestido harapiento sobre un jubón de un intenso gris.  En el rostro cargaba una barba muy avanzada y todo tipo de telas sobre su cabello. Su voz irrumpió de nuevo para decir lo siguiente:

-Mi nombre es José, soy el jefe de esta caravana– pronunció en un tono pasivo y tranquilo.

-Me llamó Masshad- le repliqué, pensando que era prisionero de un sueño estigio.

-Recorremos El desierto de las Tabernas para buscar y exterminar a los heréticos, sucios y blasfemos que insultan a la virgen y su luz. Luego hizo una pausa y terminó la oración:- Esta tierra volvió a nuestras manos y tu raza no es bienvenida aquí.

-Eres un gusano, cabrón y heterodoxo que va construyendo su propia cárcel y sepultura- Pronuncio José con una seriedad extrema. Luego aspiró a lanzar una risa, pero se mantuvo callado.

Observé como sus compañeros se acercaban desenvainando filosas espadas que reflejaban la luz sofocante del sol. Mi mente se puso totalmente en blanco, el pánico dominó mi cuerpo; intenté moverme pero las articulaciones no me respondieron. Luego un golpe seco lanzó mi cuerpo contra la arena. Cerré los ojos y empecé a sollozar, mis labios comenzaron a pronunciar el último sura del Corán: “En nombre de dios, el compasivo, misericordioso”. Las palabras se perdieron en las carcajadas iracundas de los caravaneros que permanecían casi sobre mí, cubriéndome con su sombra. Luego perdí la conciencia.

   Cuando desperté me encontraba amordazado en un gran patio a cielo abierto decorado con estructuras milenarias estampadas sobre lujosas ágatas de todos colores. Junto a mi había enormes jaulas que poseían un tazón con agua junto con los restos de un pútrido guiso de pescado, cubierto de moscas. En la periferia se hallaba una inmensa arboleda con una gran cantidad de ceibos, copihues, bayahibes y todo tipo de rosas, en las cuales revoloteaban pájaros de una extensa gama de colores. El olor que vagaba por el aire era insoportable. De la parte anterior del jardín provenían ruidos, pero no podía decodificar su significado. En ese instante observé como un hombre con  un bonete de infante y un pellote naranja oscuro, se acercaba para luego tomarme de los brazos y levantarme. Este me arrastró hacia una habitación en el final del patio, en ella se encontraban  personas vestidas con jubones de muchos colores decorados con ostentosas joyas. En la pared posterior había una enorme cruz de estaño sobre un velamen teñido de rojo  y amarillo. Presencié como una mujer se levantaba y gritaba: ofrezco cien por el hereje. Las otras personas se retiraron del lugar y quede solo con la señora, que comenzó a examinarme, cuando finalizó soltó un gruñido para después retirarse. El hombre me volvió a llevar al patio para luego distanciarse, quedé solo mirando hacia un azul cielo. Cuando se desplomó el violáceo telón del ocaso, sentí escalofríos y comencé a recitar el primer sura del Corán: “A ti solo servimos y a ti solo imploramos ayuda, dirígenos por la vía recta, la vía de los que tú has agradecido, no de los que han incurrido en la ira ni de los extraviados”. Las palabras se diluyeron y un profundo sueño se hizo fervor en mí, luego me dormí bajo el flujo inmortal de la luna y su luz que permanecían estáticas frente a un cielo cuajado de estrellas.

  Al abrir los ojos esa señora estaba adyacente a mi cuerpo, con una mirada de desprecio que luego se transfiguró en una tenaz sonrisa. La dama tenía un cuerpo liso y un escote que le llegaba a la cintura, tapado por un cos que estaba junto a una trena para unir los bordes  del tejido, los pliegues eran gruesos lo que acompañaba perfectamente a su faldilla roja, forrada por una tela azul en la parte inferior. Luego las mangas de la saya se abrían longitudinalmente; su camisa formaba bullones, muy brillantes, casi cegadores. Esta le gritaba a un hombre que ingresaba al patio, este individuo se acercó, lanzó una mirada de rencor, pronunció unas palabras y se alejó. En el siguiente instante llegó el hombre del pellote naranja, tomó mis brazos, comenzó a arrastrarme. Cuando abandoné el impluvio, observé a un inmenso coche de estribos conectado con dos fervientes caballos. El hombre me levantó arrojándome al interior del carro, luego ascendió para empezar a conducir, palmeó a un caballo, el plaustro empezó a moverse.

  El freno de los equinos me indicó que el coche había parado, divisé por una minúscula ventana como la dama dialogaba con el conductor, este último la saludó cordialmente y se retiró. El otro individuo, se acercó hacia la puerta para luego abrirla de un topetazo, me tomó con brutalidad desplazándome hacia fuera del transporte. Caí al suelo, empecé a suplicarle piedad, las lágrimas brotaban de mis ojos, casi instintivamente comencé a recitar el primer sura, este reconoció al instante la lengua musulmana y exclamó: En nombre de Felipe el piadoso, deja de profanar a la sabia luz con tu perjura lengua. Sus ojos comenzaron a desorbitarse, se enloqueció de una manera vesania, sentí como perdía el control. Liberó un chirrido violento para luego comenzar a golpearme, junto a él la mujer gritaba neurótica palabras inentendibles que se perdían en el flujo del viento. Logré esquivar un puñetazo, el hombre perdió el equilibrio, entonces casi sin pensarlo me lancé a correr. Andaba frenético sobre una ancha avenida de barro, recubierta en sus extremos por casas de piedra ostionera. Mi carrera alteró a las personas que por allí transitaban, se quedaron estáticos frente al ruido de mis pasos. Los chirridos de la mujer se unían con los violentos gritos del hombre. Me caí y el éxodo frenético de mis pies se interrumpió. Quedé tendido sobre el áspero suelo. Comencé a escuchar el ruido de las ruedas al frenar, el relincho de los caballos, las aclamaciones de las personas que se acercaban.

 Cuando recuperé la conciencia, un dolor agudo perforó mis sentidos, tenía las manos clavadas a una madera, mis pies estaban extendidos en una posición inhumana. Los tornillos que sujetaban mis manos habían hecho estragos en la carne, la sangre brotaba de una forma feroz. Mi torso estaba desnudo, las costillas resaltaban su presencia. Divisé a la pareja apuntándome una mirada voraz, gritando frases inentendibles que se perdían en el ruido de aquel lugar. De repente se produjo un silencio sepulcral que acompañó a la llegada de un hombre joven con una antorcha encendida en su mano. Este se me acercó y pronunció: Espero que te pudras el averno, hereje de sangre impura. Luego me lanzó una mirada de desprecio y comenzó a encender la madera.

    El humo se propagaba rápidamente, el fuego ascendía hacia los talones de mis pies, el calor me sofocaba. En ese instante el tiempo se detuvo, alcé la vista hacia el cielo. Allá en lo alto se representaba una obra de teatro. Surgieron y cayeron mundos ante mis ojos. Se construyeron imperios sobre resplandecientes arenas donde maquinarias eternas se afanaban en abstractos frenesíes electrónicos. Los imperios decayeron, se hundieron  y volvieron a alzarse. Ruedas que habían girado como un líquido silencioso disminuyeron su velocidad, comenzaron a rechinar, se pararon. La arena obstruyó las alcantarillas de acero de unas calles concéntricas  bajo oscuros firmamentos cuajados  de estrellas, como lechos de frías gemas. Y a través de todo soplaba un moribundo viento de cambio impregnado de todos los rostros olvidados.

Por Antu cabrera


1 comentario:

  1. Antu: hacés un excelente trabajo de recuperación de la época a través de la selección de vocabulario. Esto le imprime, además de verosimilitud, un grado de extrañamiento interesante al relato.
    Rever párrafos, introducción del discurso directo y la construcción de algunas oraciones.
    Disfruté mucho la lectura.
    Nota: 9

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